miércoles, 10 de diciembre de 2008

El cuento de hoy, viene con una dedicatoria muy especial, para una persona que ha compartido conmigo cinco años y un poco más de su amistad. Para Mari, mi mejor amiga.

La Noche

Era fresca, con las lunas de octubre que dicen son las más hermosas. El cielo lloraba unas pocas gotas gruesas, frías. ¿Seria siempre así en la ciudad? No. Ella había vivido casi quince veranos de noche y las veía atemorizantes, obscuras, con criminales y prostitutas rondando los barrios más vulgares, y ahora la veía cuasi perfecta, con dinámico movimiento de gente interesante, viento fresco que le rozaba la cara, luna brillante y gotas de lluvia transparentes. Le parecía una lúcida ilusión otoñal, sin campo sin sol, solo ciudad, noche y una chaqueta de mangas ajustadas. Lo miraba todo con alma exaltada, con los sentimientos traspasando su piel elástica. Mientras caminaba parlanchina por las atestadas salas de la galería, veía las pinturas a su alrededor, exagerando en cada comentario, nombrando aterrador a lo inquietante, incomprensible a lo abstracto, cubista a las formas un tanto geométricas. Exageraba, todo le parecía grande y magnifico al mismo tiempo que lo demás se empequeñecía a su alrededor. Algunas obras le parecieron pobres, los salones donde se exponían estrechos y calurosos, la gente extravagante y ridícula. Pero su breve encuentro con el arte no se comparo en lo absoluto con el paseo.
Salio de la galería de piedra, que antaño había sido un convento y ahora estaba convertido en un centro cultural, con conciertos, salones y presentaciones de libros.
Hacia frió pero aun así había bebido una botella de agua helada. Camino lenta y apaciblemente por la acera gris, como una cama de concreto. Calles inmensas, un trafico enérgico que mas poseía el encanto de una urbe moderna que los estragos de la civilización, gente amable y bella que caminaba cerca, con pasos ligeros. La noche ya no la atemorizaba.
Quería, en sus pensamientos adolescentes, vivir para siempre en ella. Soñaba con escaparse de su habitación por la ventana, primero saldría al balcón y se quitaría los zapatos. Ya descalzos los pies, se sentaría en el barandal gélido y blanco, y, con mucho cuidado, daría un salto gatuno hasta el tejaban de lamina sucia que estaba debajo. Tal vez si saltaba silenciosamente su madre no se daría cuenta ni despertarían los vecinos. Se imaginaba que podría entrar por la puerta trasera del anciano que vivía en el primer piso. Seguramente, la puerta estaría abierta y si acaso estuviera con el candado puesto, podría vencerlo fácilmente quitándose una horquilla de la obscura melena lacia. Después, la noche seria completamente suya.
No sentiría frío porque un calido sudor leve le cubriría su cuerpo. Correría escondiéndose entre los árboles añejos de un parque público, se sentaría en una banca y echaría para atrás la cabeza, contando las estrellas más brillantes, o simplemente daría otro paseo.
Faltaban unas cuantas horas para la caída del sol y ella lo tenia todo ya preparado para su nocturna huida, excepto, para forzar el candado, una horquilla púrpura.